jueves, diciembre 28, 2006

El dilema del año nuevo

Creo que con el post anterior quedó claro que no soy muy adepta a las celebraciones tradicionales ni mucho menos, sin embargo el año nuevo si tiene cierta importancia, algo esotérica, para mí.



A mis 26 puedo decir que he probado toda suerte de cábalas y/o menjunjes (si, leyeron bien, menjunjes) para recibirlo. Que si el baño de rosas, el calzón amarillo, el calzón rojo, las velas verdes y naranjas combinadas, las bolsitas con lentejas y arroz, (aún no intento aventarme arroz, gracias al todopoderoso), las oraciones con baños de leche y aguas benditas, floridas, de violeta y demás; sin olvidar por supuesto los famosísimos baños en champagne (cual politos mojados), doce uvas, vuelta a la manzana (con o sin maletas), entre otros.

Por lo general, trato de acompañar esas fechas con mi estado de ánimo. Así como suelo estar una semana “como en fiesta patronal” a la siguiente puedo estar sin ningún problema como monja de clausura. Algo así sucedió del 2003 en adelante. Pasé de una semana entera en Arica con una rutina maravillosa que era tomar sol, beber y dormir, y así sucesivamente, a encerarme durante cuatro días en una ceremonia casi religiosa, para luego mimetizarme en una juerga discotequera.

Una costumbre que no poseo es la planificación juerguística y/o añonuevística, si caben los términos. No soy de las que piensa con un mes de anticipación qué va a hacer, qué no, con quiénes, en qué lugar, y mucho menos, qué vamos a comer, qué me voy a poner, ni qué debo llevar para dormir. No es mi estilo. No porque sea desordenada, suelo ser bastante precavida, sino porque detesto el estrés. Prefiero contar con ciertos elementos y actitudes que sean adaptables a la situación. Bien “todo terreno”.

Otra de las cosas que no soporto son los gentíos: ir al mismo sitio al que todo mundo va, el día que todo mundo va, con la misma intención que el resto. Prefiero que ellos se peleen por entrar en ese pequeño espacio “tan adorable” y mientras no reparan en el gran terreno que dejan para mí, y para todos los que no andamos tan afanositos.

Una de mis mejores amigas, muy afanosa ella, estaba persiguiéndome desde hace un mes para un dichoso viaje a Máncora, que Dios mediante podré cumplir en una semana por motivos de chamba, pero entonces no me animaba de ninguna manera. Ahora solo espero no encontrar el balneario destrozado por los estragos añonueveros.

En fin, el hecho es que hasta hace un par de días no tenía la más remota idea de qué sería de mi el dichoso 31, hasta ayer tenía una vaga probabilidad y recién hace unas horas decidí por fin qué hacer.

En algún momento se me ocurrió que podría hacer algo diferente, algo que no haya hecho jamás, pero no tenía en mente una idea muy clara de que sería. Por cuestiones del destino, probablemente si tenga la combinación de la novedad total, ya veremos.

Por lo pronto lo que más me preocupa es llegar a la feria de los deseos, esta vez con su corriente amazónica, a ver qué me depara el 2007. El año pasado los chamanes altiplánicos le atinaron a todititito, así que probaremos una vez más.

Feliz año nuevo!!!!

martes, diciembre 19, 2006

Casi el grinch

Para estar acorde con las fechas debo escribir mi post-queja navideño. Supongo que todos hemos experimentado un cambio con respecto a la navidad con el correr de los años. He aquí mi historia.

Cuando era pequeña adoraba la navidad, como todos los niños supongo. Escribía mi cartita para Papa Noel, previa cita a mi libreta de notas que siempre apestaba a primeros puestos (afortunadamente con los años me libre de la asociación de las cualidades personales con las escalas numéricas) y la dejaba debajo del árbol con la esperanza de que cumpliera mi lista de casi 20 items (ilusa yo).

Para bien o para mal, mis papá noeles nunca se portaron mal. Cumplían por lo menos el 60% de la lista siempre con los regalos top. Mala costumbre de niña de clase media que cambió al llegar la adolescencia. No solo por cuestiones macroeconómicas sino también por la rebeldía propia de mi edad. Así se acabaron las reuniones familiares, los intercambios de regalos y los engreimientos.

Por otro lado, siempre aluciné la reunión en casa de mis abuelos, al más puro estilo de Todinno “cuánta pasa, cuánta fruta”, pero disponía de los protagonistas. Dos de ellos fallecieron antes de que yo naciera y de los dos disponibles, la abuela no era muy expresiva, por lo que no existían tales reuniones, y el abuelo estaba peleado con mi mamá.

De pronto, las celebraciones navideñas se convertían en un espacio de confluencia de cinco tipos de estrés, que la mayoría de veces terminaba en cena-fuga. Porque en nuestro imaginario colectivo la navidad era sinónimo de tres cosas: regalos, familia y cena. Por azahares del destino, lo único inamovible y realmente tradicional en mi casa era la comida.

Hoy en día, ya adulta y en edad de crear mis propias tradiciones asumo una actitud mucho más relajada. Cualquiera diría que como publicista debería asociar por default esta y todas las otras fiestas “familiares” con el consumo. Pero, muy por el contrario, no soy de las que hace compras navideñas, ni por el día de la madre, padre, niño y cuanto invento de celebración existe. En realidad mi vida es algo más sencilla.

La primera respuesta es muy simple: es imposible hacer compras en esas fechas. Todo está más lleno, más caro, más insoportable. Parece que nadie supiera que la primera semana de enero, o la última de noviembre, buscar regalos es mucho menos complicado y hasta más saludable. La segunda: no estoy de acuerdo con “tener” que dar regalos. Definitivamente, me encanta dar regalos, sin embargo creo que son cosas que pueden nacer en cualquier momento.

En estas fechas me parece más importante un abrazo sincero y reales buenos deseos. No creo que haya esperar un solo día para dar gracias, ni para recordarle a tu gente que la quieres.

Feliz Navidad!

lunes, diciembre 04, 2006

Si lo hubiera sabido antes...

Mi autoestima nunca fue de las mejores. Desde muy pequeña, tanto en el colegio como en mi casa, los “adorables” niños que me rodeaban nunca se cansaron de repetirme que no era precisamente la más bonita de las niñas.

Cuando pasé a secundaria, no se me ocurrió mejor idea que hacerme amiga de la chica con la cintura más pequeña del mundo (puedo estar exagerando, pero así lo percibía entonces), por lo que la mayoría de las veces ella era la que atraía todas las miradas del sexo opuesto.

Nunca tuve mucho éxito con los chicos. De hecho, siempre me ilusioné con aquel que no me correspondía en absoluto, simplemente no entraba en sus espectros de acción, y cuando le gustaba a alguien, lamentablemente esta persona no me gustaba. Entonces pensé que tal vez me fijaba en los más bonitos y que ellos no eran para mí.

Llegada mi adolescencia, mi cuerpo empezó a cambiar y desarrollé atributos que llamaban la atención de varios mortales, pero igual me sentía fea, si es que no gorda. El drama se mantuvo durante todos mis años universitarios. A pesar de tener enamorado, con el cual duré más de tres años, justificaba nuestra relación en base al cariño, pero no precisamente a mi belleza y/o atractivo.

Recuerdo que también recibía comentarios en la calle, que iban desde el más galante de los piropos hasta la más vulgar de las groserías, pero igual mi interpretación al respecto no sobrepasaba el “solo ven un par de pechos, ni siquiera soy simpática”. Sin embargo, de un tiempo a esta parte empecé a descubrir que lo que yo pensaba de mí entonces, no era tan cierto.

Hace algunos meses empecé a reencontrarme con compañeros de mis años universitarios y en medio de algunas conversaciones saltaban las confesiones de ese primer escáner que aplican todos los hombres cuando conocen a una mujer. Para mi sorpresa, los resultados estaban un poco más altos de lo que planteaban mis expectativas.

Debo confesar que en algún momento sorprendí a alguno de “los guapos” mirándome, pero jamás se me ocurrió que pudieran hacerlo en serio. Es gracioso tener esa info ahora y no poder evitar pensar “si lo hubiera sabido antes”, “si me hubiera dado cuenta”. Creo que nunca tomé conciencia del momento en el que dejé de ser el patito feo, según ellos.